




Prefacio al libro, por Luis Eduardo Aute:
Arden estos poemas de Izara Batres y, efectivamente, son «fuego hacia la luz», fuego que, en su viaje hacia la luz, alimenta la voluntad de renacer de las propias cenizas.
Original y complejo este poemario. Su título El fuego hacia la luz es traducción al castellano de su nombre propio en euskera: Izarasua. La metáfora se refiere a la esencia del hombre o del poeta: la llama que sueña ser inmortal. Sin embargo, esta selección de poemas no es exactamente un autorretrato, o no lo es siempre. Hay tramos que deben identificarse con su itinerario biográfico, tanto emocional como reflexivo, y otros más alejados de su vida en los que profundiza a través de la imaginación. […]
Luis Eduardo Aute
Prólogo de Ruiz Barrachina:
«Amad hasta la muerte», es el último verso del libro y perdonad que comience desvelándolo, pero es el broche que cierra este collar de versos, circular, engastado con luces de Nueva York y desgarros íntimos. Una poesía directa, sobria y profunda, teje los versos de este poemario que destila color, otoño, melancolía, amor y esperanza entre sus páginas. Izara Batres, con versos libres, afrontando una poesía sin tapujos, «nos sumerge en su idea del hombre elevándose hacia la esfera atemporal», según sus propias palabras, «que mira más allá de las cosas y desea salir del condicionamiento del tiempo y del espacio (y por supuesto de los condicionamientos sociales) para ser realmente libre e inmortal» en su deseo de vivir en la tranquilidad y la esperanza de quien sabe irrecuperable un esfuerzo entregado al tiempo que no tiene retorno. […]
ALGUNOS POEMAS DEL LIBRO
I
El poeta y el tiempo
Una esfinge,
sobre el milagro nocturno
de la tierra azul,
baja sus párpados de infinito y arena.
Se suceden los instantes, las liras.
Despacio, el tiempo cierra el libro
de la luz y la belleza.
Algún deseo lejano, de medianoche,
volando hacia la inmensidad del fuego,
se derrama en versos.
El poeta y el tiempo,
como en una persecución errática,
mueren de suicidio,
por exceso de amor a la vida.
II.
Manhattan Blues
Dame la mano.
Ven conmigo para que te explique la fina trama de la ironía.
¿No es verdad que, a punto de la noche,
cuando el cielo se convierte en un océano de luces
bajo la ciudad de Nueva York,
tú enciendes un cigarro y respiras,
y dejas que las cosas bailen al compás de algún viejo blues?
¿Es cierto que, todavía, en Central Park
se desintegran los cometas,
y, más tarde, caminando por la Quinta Avenida,
los árboles son de otoño?
Tú nunca me contaste el secreto invisible
para hacer de esta distancia lo que hicimos;
para que, una vez, desde la ventana de uno de esos rascacielos
le dieras la vuelta a mi vida.
Es gracioso que recuerdes los paseos por Greenwich Village
entrelazados con la sutil fábula de niñez.
Y el puente de Brooklyn,
como un gigantesco caballo épico,
dorado y llameante,
cabalgando sobre las aguas de fuego, al atardecer.
La noche es una descomunal alfombra de versos
que has desnudado y tendido a nuestros pies
infinitas veces,
con un solo gesto de tus dedos.
Un solo brillo infinito con el que admirabas
los objetos de las tiendas antiguas,
y esa febril emoción
de las hermosas tardes de primavera frente al lago,
suspendidas en el tiempo.
Pero aquella pastelería,
en la que fuimos unos deliciosos chalados
en busca del aroma blando y caliente, al amanecer,
se ha confundido, absurdamente,
con el hormigón,
silenciada, como una estructura sin ojos.
Y nosotros…
¿nos hemos perdido?
Cuéntame esa pequeña inconsistencia
que te convierte en lo que me ayuda a respirar.
Me pareces de brisa cuando te imagino
con una copa elegante en la mano,
música jazz en tu apartamento de Frank Lloyd Wright,
el cuerpo esbelto, la gabardina,
y una mirada de miel, infinita, a través del cristal,
derramando melancolía
sobre las calles y los ritmos de Nueva York.
Memorias agridulces de los días felices,
del frenético esplendor en las avenidas,
y la sucesión de lunas y esfinges
que habitan las noches de la gran ciudad.
¿Crecerán, esta vez, las flores de primavera en Little Italy?
¿Regresarás a ese laberinto de imágenes
que es Broadway con la 42?
Escríbeme un verso y yo te regalo
la mejor de mis sinfonías.
Tal vez así lleguemos al acuerdo perfecto;
ése que no divide nuestros tiempos y nuestras vidas.
Y quizá yo esté ahí;
quizá yo llegue a mirarte desde la risa cálida,
bajo las ramas floridas o desnudas de los árboles,
en una de las cuatro esquinas.
Quizá esté enfrente, esperando,
con un ramo de flores, y el cuello de mi abrigo largo
desplegado, al modo de un dandi,
mientras los coches pasan,
y las mujeres bajan las escaleras con sus tacones.
Y entonces, tal vez, te recordaré con esa sonrisa tímida,
pero súbitamente turbadora,
el viento de Manhattan revolviéndote el cabello,
y, al fondo, el Hudson, y la antigua melodía del puerto.
Tus manos sobre el abrigo, mientras corres,
sólo una imagen fugaz,
juego de luces, los cables del puente,
algún turista en pinceladas,
yo diría estupideces;
y tus ojos sonreirían, con esa particular forma de contención
que abarca el mundo.
Ignoro si aquel aroma de hibisco sigue perfumando
el trozo de parque que nos prometimos,
mientras sonaba la vieja canción de jazz.
Pero déjame decirte que, una vez, tuvimos…
Quizá, una vez tuvimos
ese irónico, leve destello
que anuncia la eternidad.
«El lenguaje poético de Izara Batres se inscribe en la perfección tanto gramatical como en la de la preceptiva literaria, con imágenes de viva connotación en los planos semiológicos de expresión y contenido […]».
Por el catedrático de lengua y literatura y director de la publicación, Don Manuel Mourelle de Lema.
Recuerdo de una bella tarde en el Centro Riojano, el recital con la poeta y amiga Elisabetta Bagli.
RECITAL EN EL CENTRO RIOJANO 9 DE MAYO A LAS 19 HORAS
RECITARÁN LAS POETAS IZARA BATRES Y ELISABETTA BAGLI
IV.
Era en otro país.
Eran los tigres, de noche,
y las estrellas, en el tambor, a lo lejos.
El barco de coral inundaba el cielo,
cargado de risas.
Rugían las olas.
Un latido, en el aire, golpeó,
salvaje como el universo.
Y entendí
que, al fin, el dolor
había perdonado a mi alma.
V.
Tiene que estar ahí,
entre el telón y la espuma
y la baba amarilla de la luz eléctrica.
Tiene que estar más allá del circuito
que nos deshace y nos traza
bajo el licor urbano de las mareas.
Tiene que ser algo más que un lunes
tras el domingo,
algo más que la m-40;
tiene que estar deshipotecado,
desacontecido,
escindido de la madeja.
Tiene que ser dorado y pasaje,
la suma oblicua de ayer y selva,
tiene que desplegarse,
como el milagro de una edad encendida,
sobre el muro del opio,
los trámites y los enemas,
sobre las cifras, sobre el amor dormido,
sobre el magnífico absurdo
de la burocracia ciega.
Tiene que desplegarse,
con las alas enfebrecidas,
hasta tocar el vértigo de las esencias.
Y cuando ruja, con su profundo corazón celestial
incendiado de cólera y ternura,
sabremos que no era un sueño.
VI.
Fabrícame con tus ojos la existencia
de un lugar en armonía con el fuego,
haz una barca con los extremos del día,
pon en el centro una urna y un sitar,
yo seré la golondrina.
Crearemos, en el viraje, un boceto
de lo que debe ser la eternidad;
después, ataremos hilos de colores.
Haremos un pastel para desinfectar
el tuétano del coloso,
lo limpiaremos de billetes
y de nada;
proclamaremos el estado
de ingravidez.
Haremos cera, como las abejas,
la volcaremos sobre los huecos,
sobre la sucesión de instantes,
hasta que el mástil gire.
Será la percusión de un increíble
amanecer almendra.
Una vez que el viaje haya comenzado,
no mires atrás,
no dejes que tu pelo se detenga,
sé cómplice del ritmo;
déjate acariciar
por el viento en el que se mecen las aves,
por el enloquecido ciclón imaginario
que barrerá las calles de felpa,
y dibujará cascadas y óleo
desarticulado,
y hermosos caballos-cisne,
donde, hoy,
hay plazas de piedra.
Mira más allá de las olas que acarician
el vientre infinito;
escucha,
sólo un segundo, un átomo, una centésima…
En la llama del verso hacia la luz
alguien ha dejado un mensaje:
«Amad hasta la muerte».
VII.
Yo he visto atardeceres nubosos como el halo del deseo
en una fugaz respiración de invierno.
He contemplado cómo una mirada puede ensordecer
la ira del clima.
Y tus manos han acariciado numerosas veces
esta pátina del olvido
que ofrece un vulgar otoño.
O el primer recodo del frío, al final de una calle de Nueva York.
Te quiero porque te vuelves rojo cuando el aire ha exhalado
el último hilo de niebla,
cuando ya no quedan heridas,
y el cielo apaga el vendaval del mar,
tras la búsqueda.
He amado muchas veces tu espléndida frente recia
que no naufraga;
el nuevo estallido de las espinas.
Por esto y por otras cosas,
porque he visto caer el telón
sin que el mundo se despierte y pueda ver la obra,
amo tu sinfonía al vaivén del fragor desordenado.
Cuando la última estrella ha puesto en el rosado crepúsculo
un poco más de fantasía.
El fuego hacia la luz no sólo se refiere a la esencia del hombre y a su sueño de inmortalidad sino que define la trayectoria de unos versos cuya llama vibra y atrapa desde el primer poema hasta el último. Izara Batres (1982), poeta, escritora y periodista, nos regala un impecable dominio del lenguaje poético y una frescura que no resta elegancia ni profundidad a ninguna de esas imágenes de una potencia extraordinaria, originales, hermosas, transportadoras. Batres consigue una transmisión de emociones casi eléctrica con metáforas magníficas como : «El poeta y el tiempo mueren de suicidio, por exceso de amor a la vida». No hay en El fuego hacia la luz, lugares comunes ni artificios, ni un solo poema que no nos encienda o más bien nos «incendie» y nos apeteca terminar de leer perdiéndonos entre sus matices esenciales, complejos y sinceros, filosóficos muchas veces, con la satisfacción de haber aprendido, de haber volado hacia otro tiempo y otro espacio y con la sensación de una poesía en mayúscula. El fuego hacia la luz se hace corto y se antoja una ventana abierta a un ya cada vez más difícil aire fresco. Esperemos que estos tiempos difíciles que vivimos no la cierren, ni pesen sobre la fina sensibilidad de esta escritora que ya no es ninguna promesa de la poesía sino que, poniéndose a la altura de los grandes e incluso logrando en sus versos imágenes y sensaciones que poetas «grandes» y «reconocidos» no han logrado, es ya más que una afirmación.
CANCIÓN DE CUNA
Luz de la nube sin fin.
Desde mi cama
veo pasar las nubes del cielo y el tiempo.
La luz entra por el balcón y derrama
su dulce hilo trágico de recuerdos.
Tal vez, la cuna sigue meciéndose.
No lo hago yo. No puedo.
No me muevo de esta cama
y de esa nube.
Nuestro precioso, precioso niño sin dientes…
Hace tiempo que no le oigo llorar.
Antes, venían esas mujeres
con abrigos negros;
y le mecían, y hablaban tan alto.
Y yo quería que se fueran,
que nos dejaran solos,
que nos dejaran dormir.
Las grietas en las paredes
se abrían como heridas,
se tragaban el aire,
encendían el llanto extenuado, hambriento,
el chillido de los pájaros,
posados en el balcón,
en los amaneceres de ceniza y de hielo.
Escombros de naturaleza caliente.
Gritos,
rompiéndose,
en los oídos, en las entrañas,
en todo el universo,
mientras se confundían los ángulos
del espacio y del tiempo.
Oía la cuna moverse,
muy despacio,
con un gemido lento y amargo.
Y quería levantarme a mecerlo.
Quería levantarme.
La noche era una garganta infinita
que crujía bajo el suelo.
Nos dejaron dormir.
Ahora me miras desde el gris triste del papel,
los ojos hechizados de estrellas.
Me susurras…
viejos sueños, viejos recuerdos
que se perdieron como líneas de luz dibujadas
un instante en la niebla.
Mi amor, no te sientas triste;
sus sábanas rotas lo arrullan en silencio.
La luna febril se asoma a la ventana,
enferma de amor y de sangre.
Pero ya no trae gritos,
sólo una noche herida de abismo,
tan sigilosa, que duele.
Antes me ovillaba para protegerme,
cantaba muy bajito;
cantaba esa canción del gramófono, ¿recuerdas?
¿Recuerdas cuando bailábamos?
y te reías,
y yo me ponía ese vestido blanco…
La música era leve, la escucho
cada día, cada minuto, en mi cabeza.
Cada segundo.
Le cantaba a esa cuna rota.
Y él levantaba sus bracitos
y sonreía.
Si le hubieras visto, parecía un ángel.
Yo le cantaba canciones hermosas,
los sueños que escribiste para él.
Hacía frío…
(¿Recuerdas el vestido blanco?).
Cuando ocurrió, hacía frío.
Entraron esos pájaros
después del último estallido.
(¡La música, aquella música, aquella música hermosa!).
Y ya nada pudo evitar el aullido del cilantro,
ni la bestial geometría del cuervo, ni el hedor,
ni la gélida pulsación que decapitó los días.
Una hiedra lenta pudrió los muebles,
la nube se instaló en el salón, se dislocaron
las notas confusas que componían la belleza
y la alternativa, una sola daga rígida
dividió la sangre.
La cuna dejó de moverse.
Ya no tenía frío.
Pero seguí meciendo la cuna,
seguí cantando, para que pudiéramos dormir,
para que pudiéramos respirar.
Cantaba y mecía la cuna.
Ahora, sólo tengo sueño.
Huele a humedad,
como si hubiera llovido durante siglos
sobre la tierra.
El sol encharca, otra vez, la habitación,
con trazos de luz y de sombra;
susurra, desde el crepitar diminuto,
su ruido de polvo sobre la luz,
su murmullo perverso e interminable.
No se va, aunque apriete fuerte.
No quiere irse.
Pero eso ya no importa…
Le meceré, le daré de comer,
y volverá a sonreír,
y jugará con el caballito.
¿Dónde está ese caballo blanco de cartón?
No estés triste, mi vida, ni por un instante.
Son días hermosos. Días felices,
para nuestro precioso, precioso niño
que ya no llora.
Ante mí otro libro con una poética ardorosa, de entrega, de entusiasmo, de dicha, con que nos envuelve Izara; hasta su nombre nos conduce hacia al Parnaso, al paraíso poético. Al leer el título, me vino a la memoria la expresión “vivid como hijos de la luz”, que no sé exactamente de dónde la he tomado, quizá oído, pero que se hace realidad en este nuevo libro de una gran poeta que desconocía hasta que caí de bruces al leer Avenidas del tiempo.
“Amad hasta la muerte” es el verso final. El que ama de verdad, el que llega a ser amigo/a del alma, compañero/a del alma debe esperar también en el más allá si existe; a eso debemos aspirar; recordemos el verso lopiano: “y pasaremos juntos el Leteo“, o el quevediano “Amor constante más allá de la muerte” (Nadar sabe mi llama el agua fría (…). Polvo serán, mas polvo enamorado). Es la entrega total, sin fronteras, ni espacios, ni edades; no se desintegra. Si no se llega ahí, no hubo verdadero amor, fue alicorto, de vuelo rasante. Aquí la naturaleza es exigua, y si vemos lo presente solo es dadivosa para una minoría.
En una tarde de un dia lluvioso, leo, miro a la lejanía, me detengo ante el verso de Izara, ensimismado, absorto. Esta vez comencé por el final; me ha enzarzado; el último poema comienza con “Fabrícame con tus ojos la existencia”. Ya no hace falta continuar, quedo ebrio, embelesado. Hay una tradición en la poesía cómo los ojos, la mirada, constituyen una atracción superior; en concreto, a mí es lo que me encadila, lo que me hace ser; es la hondura, la entrega sin fin, el amanecer en tus ojos, el arrullo constante, una celebración en suma.
Otra idea que me estremece del libro es lo maternal-qué más da que sea experiencia personal o no-; poco importa. En el poema “Canción de cuna” el yo poético ha libado de tal forma que nos sumerje en una realidad; lo primordial es que nos trasmite, nos asombra con los versos: “Ya no tenía frío. / Pero seguí meciendo la cuna, / seguí cantando, para que pudiéramos dormir, / para que pudiéramos respirar. Cantaba y mecía la cuna. (…). No estés triste, mi vida, ni por un instante /. Son dias hermosos. Días felices, / para nuestro precioso, precioso niño / que ya no llora“. Todo un hito maternal, ¡que asombra!
¿Por qué el dolor amoroso arruina, nos empequeñece? Simplemente porque ansiamos que el otro/a nos quiera de la misma forma. ¿Debemos exigirlo? He ahí el dilema. Es el dolor el que nos inunda de egoísmo porque queremos todo, no una parte. ¿No es alagüeño que nos digan “Te quiero hasta donde ya no quedan nombres / ni palabras”? La imperfección en el amor no cabe. El sentimiento no calla, es luz, es uno (“Mañana veré tus ojos. / Tu rostro estará arrugado; pero tus ojos, / como el reflejo de los días en que viví / la belleza de las cosas, / seguirán siendo / del color del mar“.
El recuerdo soñador con destellos de vida intensa-¿qué más se pude decir?- lo desliza nítidamente en (“Iré al sur, / cuando no estés, / para ver el amor como lo dejamos. / Para que tengan tu aliento las calles, / y las almenas llanto“.
También subyace la traición, el engaño (“a ese falso gritar amor / y, con avidez, calentar la nada, / a esa caricia engañosa / que se hace migas“. Y cállate se hace acción, no me lo digas más, en (“no me vendas el necesito la piel con piel´”), que refulge en el verso (“al ´ya´ / sin profundidad y sin alma”). Es, claramente, aléjate. Así no te quiero.
El recuerdo del poeta de Orihuela se hace ver como solidaridad, como justicia. La pregunta es necesaria en el verso (“Y tú, Miguel, que soñabas otro universo, / ¿a dónde fuiste?), en la que aflora el verso manriqueño. Pero, antes, Izara ha recordado al poeta (“Te derramaste como un mar de luz / sobre la noche de los que sufrían, / les pusiste en pie”). Por si no quedaba nítida la querencia, lanza al aire: “Te seguimos, Miguel”.
La preocupación por los que callan, por los que van en tropel, por los dormidos por el sistema, por los pasivos, por los que miran solo, por aquello de “si lo que piensas no está en Facebook, / deberías esconderte. Todo el mundo sabe que un cerebro dormido / es querido por todos y, del sistema, el mejor amigo”. Son destellos de la sociedad de consumo.
Si tienes la oportunidad de leer estos treinta y nueve poemas de que consta el libro, en ellos hallarás esa ráfaga de conocimiento, de simiente, de destello continuo, de albor, en este caminar en el que hemos sido llamados para recorrerlo.
Cortázar y París: Último round.
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ENC o El sueño del pez luciérnaga
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